La máquina de café no tenía leche. En verano, el servicio de mantenimiento anda algo despistado. El café sabía amargo, como el día. El jefe se había mosqueado con ella por no llegar a la hora. Se mosqueaba con todo díos, en realidad. Pensaba, con su mente de jefe, que como en esa época del año hacían jornada continúa, si llegaban tarde, pues era sólo como si trabajasen media jornada.
Pero ella se retrasó esa mañana por culpa del gilipollas ese de la furgoneta que se saltó el semáforo. Casí se la dan. Incluso salió del coche para increparle tras el brusco frenazo.
Iba a dejar al niño en la guardería. Se asustó. Se puso nerviosa. Además, la noche había sido muy calurosa, el crío no podía dormir. Lloraba, lloraba.
36º, era la máxima para hoy, más el calor húmedo del ría de Bilbao. Insoportable.
Desde la separación de su marido le costaba arrancar el día: el niño, la guardería, en el curro que cada vez la metían más caña. Es duro vivir
éso sola. Había empezado a notar vacíos, lagunas en su memoria. Perdía la concentración. Era, sin duda, un efecto del estrés.
El reloj digital de la pared de la oficina marcó el mediodía. A esa hora tuvo una reunión con un cliente que, literalmente, no pudo retener en su cabeza. Pensaba como organizarse ese verano, recién separada, un niño de tres años, sin vacaciones a la vista, una madre tan poco familiar. Su jefe llamó a la puerta del despacho, le habló de lo de siempre, de como estaban las cosas en la empresa, del calorazo, del posible traslado de las dos sedes de la firma a otro edificio para abaratar costes por culpa la crisis. Aquel polígono a las afueras, feo, gris. Asfalto y hormigón. El aparcamiento bajo el sol, desolado por culpa de las vacaciones de verano.
Estaba agotada. Llamaría a su madre, le dejaría el niño unos días en Getxo, y así podría dormir, descansar un poco. No era una abuela muy cariñosa, pero al fin y al cabo, compartía los genes con su nieto.
El reloj del ordenador marcaba casí las dos, empezó a recojer. Guardó el móvil y la agenda en el bolso. Se despidió con un extraña sensación. No recordaba nada del día, sólo la bronca con aquel conductor, sus malos modos, la violencia.
Bajaba en el ascensor. Dos hombres hablaban de fútbol, del Madrid y sus fichajes millonarios.
Le sonó el móvil, lo cojió. Era un oficial de la
Ertzaintza.
Le preguntó por su identidad, por su coche, si estaba en el trabajo,... Le dijo que bajase al aparcamiento lo antes posible.
Ya bajaba. Ya había terminado por hoy.
- ... ¿Es el coche?, ... ¿me lo han robado?, ...
- No señorita, se trata de
su hijo.
D.
Etiquetas: con estas manitas, Una historia real que sólo contada parece verídica