Trenes

Perdí el tren.

Mi primer trabajo fue para la Compañía internacional de coches camas: Wagons-Lits. Apenas fui un mozo de literas. Pero viajé bastante y conservé la gorra de plato mucho tiempo como reliquia. En los tiempos muertos me entretenía mirando adormilado el paisaje y conociendo gentes y gentes de lo más peculiares. Sólo tenía un temor: quedarme en tierra en una estación. De noche bajar, tocar el anden para estirar las piernas, y que el tren saliera sin mi. Por suerte, aún los viejos convoyes Estrella anunciaban su salida con un bocinazo del maquinista y de un brinco te podías subir en la escalerilla y cruzar, con una pierna fuera, la estación de Linares-Baeza, al borde de un vagón de mediados de siglo.

Hoy no he podido subir al tren.

La idea era por si irrealizable: salir pitando del curro con apenas una hora para cruzar la ciudad, comprar un billete de ida y vuelta, pegar un brinco dentro de un Alvia y deleitarme con el paisaje al atardecer. Y mañana a las siete de vuelta a Madrid y al trabajo.
No tocaba, no era el momento, así no se hacen las cosas... Nadie se cruza la península por unas horas juntos. ¿Nadie? Yo si. Un verdadero loco.

Máldita sea mi suerte. Juro que lo intenté. Batí mi record de velocidad. Pero, no bastó, me faltaron solo unos segundos. Cerraron la puerta y no hubo anden que recorrer a la carrera. No hubo un brazo que me ayudase a subir. Me quedé en tierra ante ese absurdo mostrador de aeropuerto y esos azafatos con caras de acelga. Enloquecí, sentí verdadera furia ante la impotencia y lloré la derrota. Lloré, por primera vez en mi vida, en público, ante una fila de gentes que esperaban acceder a un ave hacia la bella Puertollano, y que miraban atónitas mis lágrimas.

Sin medalla, salí de la estación y paseé lentamente por Atocha con el resguardo arrugado e inútil en la mano. Hablé con ella, contemplé la luna (llena, llenísima) sobre las cimas del Retiro y me sentí plenamente feliz.