Ouarzazate
Ha llovido mucho en el desierto. Ésta es otra estación de autobuses vieja, destartalada. Pensada para soportar el habitual calor, pero no para este frente gélido que nos tiene atrapados con los cantos del corán resonando en bucle en una doliente megafonía. Queremos cruzar el Atlas por la carretera más alta de África, pero arriba esta madrugada ha nevado mucho y el camino está cortado. Es sábado, quizá los quitanieves estén ahora en la mezquita. Quizá nuestro autobús decida salir ya, tomando un desvío por Agadir. Ellos dicen: -¡Insha’Allah! Nosotros nos repetimos: es invierno. Todo es extraño.
Mientras matamos el tiempo y el frío en este lugar que huele a tierra húmeda y a orines. La bisara sienta bien. El cuenco humeante nos quema el paladar y las tripas. La acompañamos con un pan que sabe a óxido y otros hombres que ocupan su silla, pero rumian la crema de guisantes con la mirada perdida.
Yo tampoco sigo allí rememorando otra estación de autobuses pasada, donde aquel mendigo arropó a Txomin con su manta para que evitara el frío de la noche del desierto. Veo allí a mi pobre amigo, tumbado y envuelto por un viejo trapo de olor acre. Amortajado en aquel lugar lúgubre, morgue de hormigón armado y arena. Fuera los perros aullaban la soledad de quien no tiene a nadie. Rara noche sin estrellas rota por los faros de un coche que nos sacaría de allí.
Pronto, también, cruzaremos el cielo blanco volando sobre las cumbres de África.
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