2.13.2015

Postoperatorio



Recuerdo mis piernas al aire al despertar de un sueño. Borrachera.

Recuerdo mis articulaciones duras, acartonadas, insensibles. Obviamente.

Recuerdo la luz de la sala, las camas amontonadas, los cuerpos dormidos. Me recuerdo relajado y confuso.

Sin sentido una coreografía empezó marcada por unas fuertes señales de alarma. Una estridencia cadenciosa. Un ruido apocalíptico y monótono a la vez. Señales de alarma de las de verdad.

Recuerdo las carreras.

Recuerdo los visitantes llegando despacio, sin entorpecer las idas y venidas de las enfermeras.
La llegada de una doctora menuda, recién pertrechada de guantes, gorrito, bata, que se dirige con firmeza hacia el campo de batalla. Todos se abren a su paso, una Generala. Se parapetan, ya no puedo ver el cuerpo tendido. Sólo escucho las órdenes, enérgicas y precisas, que parecen acallar momentáneamente las señales de alarma.

En medio de la tensión me gusta observar como funciona su escala de mando: las órdenes emanan de la Generala y bajan peldaño a peldaño al nivel de los que la sirven, las cuales corren afanosamente de un lado o otro. Los mirones se apartan oportunamente. Nadie estorba, sólo otean con las manos metidas en los bolsillos de sus batas blancas el espectáculo de la vida y al muerte.

Esta vez, ha sido muerte. Una pena.

Las señales se han detenido, ya no hay estruendo. El grupo se separa en corrillos, los visitantes se alejan en parejas comentando lo experimentado. Los esbirros limpian el suelo, se afanan duro. La generala observa el campo de batalla, una derrota. Los otros, un paso atrás, permanecen cabizbajos y en silencio.

Al cabo, todos se van y por un minuto el cuerpo está solo allí, conmigo. Juntos a su lado. Muy cerca. Inmóviles.

Entra un hombre vestido de traje acompañando a unos familiares del cuerpo. Lo miran, lloran de pie. Otros más llegarán también. Al final, juntos se alejan empujando la camilla.

El espacio se ha quedado limpio, reluciente, y vacío.
Pero el gélido ambiente en la sala se empieza a llenar con las bromas de los celadores. No bromean sobre lo que acaba de ocurrir, claro. Bromean sobre la rutina del trabajo, sobre las nimiedades de la vida. Las dos enfermeras jefas que habían estado reunidas en un rincón de la sala todo este tiempo, se han separado. Ya no cuchichean. Una se pone música con unos auriculares y mira por el cristal de la ventana los tejados de la ciudad.

Recuerdo que allí nadie se estaba quieto. Todos realizando tareas rutinarias alrededor de todos esos cuerpos tendidos que medio dormitan: recoger, limpiar, rellenar, colocar, mover.
Llorar, no.

Recuerdo, ante la mirada atónita del celador que guiaba mi camilla, que lloré en el ascensor cuando me alejaba de ese lugar en el mundo.
D.

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