6.11.2009

Cine

Pagué mi sitio como pude completando con monedas sueltas, sin desmayarme. Cuando llegué a la entrada de la sala la encontré iluminada. Era demasiado pronto, la sesión no había empezado todavía. Al fondo del patio de butacas había ya tres filas de franceses. En las avanzadas, una pandilla de golfos silbaban y reían. Yo tenía que cruzar todo el cine ante las mirades de patio de butacas. Sola. Pues a los clientes de la avanzadas no los acompañaban. No había ni un solo blanco en las avanzadas. No retrocedí. Crucé. La travesía de aquella sala por mi personaje. Recuerdo que ya no recordaba cómo se caminaba. La humanidad entera me miraba. Yo era blanca, indicutiblemente. Nunca se había visto a una blanca en las avanzadas. Todo, yo sabía todo lo que estaban pensando, y yo misma lo pensaba en aquel mismo instante. Todo me bailaba ante los ojos y me halalba en un estado de irrealidad que había llegado muy lejos. Estaba en contacto profundo con la vergüenza. Yo era la vergüenza andando. Era sencillamente ridícula. No tenía nada que hacer en aquel cine y mi vestimenta no era corriente, inspiraba por lo menos risa, cuando lástima. Todo se rompía. Me encontré yo misma rota en una silla de mimbre, con el bolso en las rodillas, empapada en sudor. No podría decir si pasaron diez minutos o una hora antes de que las luces se apagaran. Pero de repente todo quedó a oscuras y se oyó tocar el piano. Salí de mi torpor. Se proyectaba Casanova. La película me pareció de una belleza determinante. Salí consolada. Había visto a Casanova besar a una mujer en la boca y declararle su amor.

Marguerite Duras
. Cuadernos de la guerra y otros textos. Siruela.
D.

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